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14 oct 2012
LOS PECADOS SE CONFIESAN
LOS PECADOS SE CONFIESAN
Quiso el azar que Romina, Profesora de Letras, y quien aquí escribe, revendedor de entradas al sueño de los sin sueño, que un trabajo catedrático nos juntara para documentar la fauna iconoclasta de la iglesia Sagrado Corazón de Jesús. Mientras Romina tomaba apuntes yo plasmaba en fotografías la lúgubre representación de los seres providenciales dentro del edificio.
Debo confesarles que la Profe siempre había sido un blanco de las mordeduras de las fantasías que me habitan cuando salen a cabalgar polleras a calzón quitado, pero su formalidad excesiva, su educación católica, la distancia proverbial entre sus carnes y la de los hombres, más un detalle importante, su marido. Un señor de atormentadas actitudes doctrinarias y autoritarias, tanto para los fueros internos como para los externos. Estos últimos habían opacado la luz, belleza y sensualidad que, tal vez, su Dios le concedió a Ella a modo de celestial puerta a la verdad.
Mientras caminábamos los rincones de la iglesia, aprovechaba los descuidos de Romina para fotografiarla en su andar. Perfecto. En un momento determinado apoyó su libreta en el borde del confesionario y su culo, una obra que Miguel Angel olvidó pintar en el techo de la Sixtina, me revelaron las travesuras de la Divinidad, si es que ésta existe. Romina supo que la miraba, dio un cuarto de vuelta su rostro y a medios parpados sonrió con la invitación escrita en el cabello que soltó suavemente. Ingresó al confesionario dejando la puerta abierta.
Guardé la máquina fotográfica en la mochila y la escondí debajo del altar donde están todas las chucherias de uso ritual. Tres palomas volaron hacia afuera por un agujero en la ventana del techo. Ingresé al confesionario, también.
Adentro, levanté su cara sosteniendo el mentón hasta que sus ojos cruzaron por el camino de los míos. Sonrió tímida. Sonrió sensual. Se destaparon los champagnes del deseo y los candados del pudor huyeron despavoridos. En un beso tan brutal, los labios y lenguas perdían sus identidades originarias para dar lugar a un espasmo de nuevas formas, de nuevos jugos.
A medida que Romina desabrochaba mi pantalón y lo dejaba besar el suelo con el ruido de la evilla buchona del cinturón golpeando el suelo; yo desabrochaba su camisa celeste y le daba libertad a sus pechos campeones del mundo que calzaban a la perfección en la ensalada de mimos que cayeron sobre los mismos en alborotada desesperación.
Levanté su larga pollera hasta las caderas, sujeté sus muslos con la fuerza del Viejo pescador de Hemingway que no quiere dejar escapar a su presa. Ella hizo a un costado la parte delantera de su tanguita y sin abandonar el beso cósmico que nos cobijaba de las lluvias del desamor y la soledad, me recibió con la autoridad de una Reina e ingresaron mis deseos pidiendo pista y luz verde. El golpe constante de mis piernas con su entrepierna eran la percusión de esa casilla (confesionario) de madera que parecía ceder a una próxima caída si ese péndulo de carnes, piel, sudor, leche y pecados no cesaba.
De repente, comenzó el principio que acaba en terminar los principios, y explotamos cual big bang universal, sosteniendo una teta con una de mis manos y el muslo con la otra, mientras tanto Ella me apretaba contra si para absorber toda la libertad que nuestros cuerpos se ofrendaron.
Nos vestimos y casi como un cuento, parecía que había más luz en la iglesia. Los Santos parecían sonreír y las llagas de Cristo estaban sanas, sólo le faltaba levantar el pulgar para aprobar lo sucedido. Los ángeles sonrojados murmuraban felices detrás de la Virgen Maria que se había dejado abierto el escote.
Cuando egresábamos del edificio, la sombra de una cruz marcaba la vereda y el Sacerdote que entraba nos saluda amablemente y sonriendo nos dice:
"Se los ve felices, se ve que Dios hoy los bendijo".
Nos miramos como dos niños enamorados y contestamos casi a coro:
"Usted lo ha dicho, Padre, usted lo ha dicho".
Calaverita Mateos (Esquel)
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5:38
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